Juntos
caminaban a través de la costa,
habían dejado las sandalias atrás
y sus pies se imprimían sobre la arena.
Éste era el final inevitable de su historia.
Ella se vislumbraba hermosa, pero infeliz;
Bañada de la luz mortecina de la Luna
y maquillada de despedidas y nuevos rumbos.
Él no podía ni hacer un intento.
Ella sólo dijo adiós,
ni un último beso, ni un abrazo por compasión.
Él se resigno a verla marcharse,
ahora su caminar ya no dejó huellas.
Ella se desvanecía sin voltear al pasado,
Sin voltear a verlo.
Cual sirena su figura fue de agua
y una condena lo que auguró su canto mudo.
Él nunca más en la amplia vida la volvería a ver.
Nunca.
Gritó, pero las olas ahogaban su voz.
Lloró a gritos
y las lágrimas se fundieron con la arena y el mar.
En un arranque lastimero intento alcanzarla,
más su silueta incorpórea se deshacía.
No podía si quiera concebir
el futuro que ultramar le deparaba a su amada.
Quizás otros brazos, otros destinos.
La despedida no incluía muchas explicaciones.
La arena goteaba exprimida por sus puños.
Y los peñascos se alzaban
Simbolizando las ruinas de las promesas sin cumplir.
Él lloró,
lloró mucho.
Se incorporó e intentó continuar.
Buscando sanar su herida
que marcó el amor de su vida al irse para siempre.